A mí, personalmente, me preocupa la deshumanización de las ciudades. No soy una persona que se caracterice por la nostalgia, ni que piense «cualquier tiempo pasado fue mejor» prácticamente en ningún aspecto (bueno, cuestiono que lo digital nos haga la vida más fácil, pero ese es otro tema), sin embargo, no puedo tolerar cuando los lugares en los que la gente vive, que hacen comunidad, que facilitan la habitabilidad de los barrios, se ven obligados a echar el cierre porque no pueden pagar un alquiler abusivo, porque la zona se ha convertido en un parque temático de paso y no les vale la pena, o porque una empresa ha comprado el edificio y ha echado a todos los vecinos, incluidos a los que alquilaban el local comercial, para hacer pisos turísticos. Esto último es lo que le ha pasado a la librería 80 mundos de Alicante, y lo más frustrante es que no se puede hacer nada por ella salvo enfadarse. Enfadarse mucho.
Cuarenta y un años de librería. No sé si existe escritor en España que no tenga una anécdota en ese lugar, una presentación, algo que recuerde con cariño. Vale, es una hipérbole, los habrá, pero pensemos que no. Yo abrí un círculo allí, en una presentación preciosa de Dicen que estás muerta, y lo cerré con La biblioteca de fuego, cuando la poeta Carmen Juan Romero, que me presentó el libro en 2010, ya era una de las dueñas de 80 mundos que hoy están siendo desahuciadas por el neoliberalismo y por la avaricia.
La avaricia, señores, llamémosla por su nombre, es lo que hace que se cierre una librería que hace aportación cultural y barrio para que pasen por allí turistas un rato o rato y medio. La avaricia es la que se ha olvidado de que las ciudades están para vivirlas y no para mirarlas. O también para mirarlas, pero menos. El cierre de una librería siempre es un drama, pero si además es un cierre porque a ningún inversor le importa si las personas que allí viven necesitan vivir los sitios que son para vivir, es una tragedia. Es el tipo de tragedia anuncio, el que adelanta otros cierres semejantes del bar de la esquina, de la papelería de un poco más arriba, de la panadería, del colmado, el anuncio de que ese restaurante familiar que tanto te gustaba se va a convertir en una cafetería de cadena donde te hacen sentir especial apuntando tu nombre en un vaso. En serio, es que nos toman por gilipollas y nos lo creemos, que es lo peor.
Todo esto no es nostalgia. No creo en la nostalgia. Creo en la vida, y en que el mundo sería mejor si nos diésemos cuenta de que lo bueno para la comunidad es bueno para todos. Y que si no es bueno para la comunidad, es que hay alguien enriqueciéndose a costa de hacer que el resto viva peor.
La muerte de una librería es la muerte de la vida, porque un lugar que se ocupa de hacer actos culturales crea comunidad. Recordad que a los que nos quieren mansos les conviene que seamos individualistas y, para ello, una de las estrategias más efectivas es que dejemos de vivir los sitios que son para vivir.